En estos tiempos inciertos, cada uno tiene sus mecanismos para lidiar emocionalmente con la cuarentena. En el caso de mi familia, es limpiar.
Ni un solo rincón del piso quedó por remover; era tal el frenesí de limpieza que incluso salieron a la luz bolsas antiguas de ropa de invierno, guardada un verano u otro y olvidada durante años.
Se decidió muy rápido qué toda la ropa vieja sería donada para ganar más espacio de almacenaje, pero en un momento de debilidad nostálgica me senté a echar un vistazo a las prendas. Entre ellas encontré dos sudaderas de hace unos años, que había llevado día sí día no durante casi toda mi educación secundaria. En ese momento me vi incapaz de deshacerme de ellas (tal vez por culpa de la cuarentena, que me ha puesto sensible), pero ambas estaban desgastadas, llenas de manchas, y algunas tallas por debajo de la ideal. Entonces, se me ocurrió una idea.
No sé coser; lamentablemente, mis habilidades con aguja e hilo nunca han ido más lejos de remendar un calcetín roto y a duras penas pegar un botón suelto, ¿pero qué mejor momento para aprender una habilidad nueva que en medio de un confinamiento global?
Así que, sin pensarlo más, le tomé prestada la máquina de coser a mi madre (con cierto recelo por su parte), y me pasé el primer fin de semana qué se me presentó con el manual de instrucciones en una mano y una camiseta desechada en la otra, la cual use como lienzo para practicar antes de atreverme con las sudaderas.
Mi plan era el siguiente: arreglar cualquiera de las dos sudaderas no valía la pena, en cuenta que ambas eran de tallas inferiores y probablemente no tardaría mucho en romperse de nuevo. Decidí abordar un enfoque más creativo y experimental: usaría las mejores partes de las dos sudaderas para crear una sudadera nueva.
Me puse manos a la obra, y empecé cortando las mangas de ambas sudaderas. Me decidí a usar como base la sudadera cuyo cuerpo estaba en mejor estado, y a ella cosí (con grandes dificultades) un par de mangas nuevas, confeccionadas a partir de los dos pares de mangas cortados.
Después me centré en la parte inferior de la sudadera, que estaba deshilachada, y en el bolsillo roto. La recorté entera, y después cosí un doblete para evitar que se volviera deshilachar. Arreglé el bolsillo de manera similar. Aunque quedó empequeñecido, volvía a ser capaz de proporcionar su función original.
Como toque final, nacido de mi vanidad al haber conseguido crear una sudadera pasable, decidí agrandar la capucha, aunque esta se encontraba en perfecto estado.
Esta tarea me llevó aproximadamente dos fines de semana enteros, contando mi breve periodo de aprendizaje sobre los usos y efectos de los mil botones y ruescas de la máquina de coser.
Pero aún no me sentía satisfecha. Había empezado este camino, y quería saber hasta dónde llegaba. Mi deseo no era simplemente fusionar dos sudaderas, sino conseguir una totalmente nueva. Y para eso necesitaba también un cambio de color. Por eso añadí lejía (entre otras cosas), a la lista de la compra.
Doble la sudadera en forma de espiral y la sumergí parcialmente en un recipiente de plástico lleno de una disolución de agua y lejía. El resultado no acabó de ser el que esperaba: tal vez la lejía estaba demasiado diluida, o tal vez el material de las sudaderas no era receptivo a ella (como en el caso de la sudadera gris, la cual no se vió afectada en absoluto por la lejía) pero aún así no me puedo quejar del resultado.
No es una sudadera convencional, pero tampoco aspiraba a crear una prenda digna de llevar por la calle cada día. Mi idea principal era probar y aprender una nueva actividad, y darles un final digno a dos sudaderas a las cuales ya no les quedaba más vida útil; y creo que lo he conseguido.