En la imagen; yo, justo después del voluntariado en Cottolengo, delante del centro.
Cottolengo es un hospital en el que acogen a gente con diversidades psiquicas y fisicas. Un voluntariado allí puede conllevar muchas cosas distintas, dependiendo de la planta en la que necesiten tu ayuda, aunque lo más común es ayudar a las monjas que cuidan de los pacientes de la ala infantil con todos los trámites que conlleva la hora de comer: preparar los platos, llevar a los niños al comedor, darles de comer, etc…
Normalmente a los voluntarios se les divide por sexos, para dirigirles a plantas acordes, pero en mi caso eso no fue necesario, ya que a las compañeras con quienes iba a ir les surgieron compromisos, y se vieron incapaces de acudir.
Mi primer voluntariado en Cottolengo me tenía mucho más preocupada que cualquier otro voluntariado qué había llevado a cabo antes. Tenía la experiencia de Germanetes y otros voluntariados anteriores en el bolsillo, pero aún así, Cottolengo era algo distinto, más serio. Se requería una sensibilidad que me daba miedo no poseer, y tenía miedo de hacer o decir algo poco apropiado sin enterarme. Además, compañeros de clase que ya habían ido una o dos veces a ayudar me habían dicho que era una experiencia dura, y que a muchos de ellos les había dejado anímicamente destrozados.
El ir sola no me ayudó a superar este pequeño bache, pero aún así hice de tripas corazón y entre a preguntar a recepción. Me atendió una mujer mayor que muy amablemente me indicó dónde coger una bata y a qué planta subir, y qué después me dejó por mi cuenta para atender a los demás visitantes esperando en la sala de espera.
Desde el principio me percate que esto iba a ser una experiencia muy distinta a Germanetes, en cuanto a magnitud y supervisión. Era un sitio mucho más grande, con muchas otras cosas que hacer, y con una rutina mucho más predominante, hasta el punto que insertarse en ella resultaba difícil.
Aún así, después de los minutos iniciales, las monjas me incorporaron en sus ires y venires, y la incomodidad inicial se desvaneció. Ayudé a transportar a los niños en sus sillas de ruedas hasta el comedor, les até los baberos, les corté y pele la fruta, y di de comer a dos de ellas.
El ambiente del lugar me sorprendió especialmente. Al estar en una zona elevada de Barcelona tenía unas vistas impresionantes, y los enormes ventanales dejaban caer torrentes de luz cálida en el interior de las salas, lo que le daba un toque reconfortante al hospital en general. Era, en definitiva, la antítesis de lo que había estado visualizando en el camino de ida.
Al final, venir sola acabó teniendo sus ventajas: en vez de abstraerme y hablar con mis amigas durante todo el voluntariado, acabé charlando con algunas de las monjas y otras voluntarias, y reflexione mucho sobre los niños y sus situaciones.
Inicialmente, había sentido pena por ellos, y me había entristecido ver a niños tan pequeños encadenados a una silla de ruedas de por vida. Pero al compartir el espacio con ellos, observar cómo interactuaban con las monjas y interactuar yo misma con algunos de ellos, me enteré de que ellos eran lo más felices que podían ser dentro de su capacidad, y que esta felicidad la proporcionamos nosotros, los voluntarios, y las monjas que, con esfuerzo y dedicación cuidan de ellos cada día.
Aunque siga siendo aplastante entender el privilegio que tenemos, es alentador saber que qué tu ayuda verdaderamente significa algo para esos niños.
En conclusión, Cottolengo puede ser una experiencia agridulce, pero no me arrepiento en absoluto de haber hecho el voluntariado, y no dudaré en volver a hacerlo.