Imagen de uno de mis voluntariados más recientes en Germanetes, con mis compañeras del bachillerato internacional Marta Simón y Alma Sierra, y una chica de un curso menor.
Germanetes es un centro organizado por monjas, donde se acoge a gente mayor que no tiene a donde ir. Una de las maneras más fáciles en la que puedes contribuir y ayudar a facilitarles el trabajo es con el servicio de la cena: llegas justo antes de que los residentes empiezen a cenar, y ayudas a repartir y retirar platos durante la comida, y después los lavas y los vuelves a ordenar en sus respectivos lugares, dejándolo todo listo para el desayuno a la mañana siguiente.
En Germanetes cogen grupos de voluntarios de cuatro personas como máximo, ya que muchas más acabarian molestando más que ayudando. No hay un mínimo, ya que cualquier ayuda es bien recibida, y por eso es poco común que no hayan bajas en los grupos de voluntarios y que se presente todo el mundo.
Este fue el primer voluntariado que lleve a cabo al iniciar el curso, y aunque ya tenía experiencia con otros voluntariados de antemano, ninguno de ellos había involucrado el trato cercano con otras personas, o al menos de una manera tan prolongada. Siempre he favorecido voluntariados en perreras o de recogida de plásticos, y para mi, esto era una experiencia más o menos nueva.
Pero esto me molestaba bien poco; yo iba con ganas de ayudar y dar lo mejor de mí, y confío que en cuanto a voluntariados se trata, eso es lo más relevante.
El voluntariado en sí se hizo muy llevadero: llegué junto a mis dos compañeros, Claudia Martínez y Marc Mola, y registramos nuestra llegada en recepción antes de dirigirnos hacia el comedor. Una vez allí, las monjas a cargo nos instruyeron con infalibilidad: cuando todos tuvimos los delantales puestos, nos turnamos entre recoger o servir platos y lavarlos, y la cena progresó sin percances.
Al llegar la hora de despedirse, se me vino a la cabeza un consejo que me habían dado poco antes del día del voluntariado: una vez este se acabe, no te despidas con un ‘buenas noches’, o un ‘adiós’, sino con un prometedor ‘hasta otro día’. Nunca está de más hacer saber a la gente que confía en el flujo de voluntarios para aliviar su inmensa cantidad de trabajo que lo tuyo no es una visita de un día, sino qué piensas involucrarte en la causa.
Desde entonces, he cumplido con mi promesa, y he regresado varias veces a Germanetes a ayudar a la hora de cenar.
El hacer este voluntariado me ha enseñado la eficiencia que viene de la buena organización (en este caso, en la cocina), y me ha ayudado a sentirme más cercana a la gente mayor de nuestra sociedad, y empatizar con su situación. Muchas veces la gente no se percata de lo solitario que puede ser envejecer solo, sobretodo en una ciudad como Barcelona, donde todo transcurre tan rápidamente, y en la que apenas hay tiempo para que los abuelitos crucen la calle sin ser arrollados por treinta coches.
Servir y conversar con los residentes en Germanetes me hace apreciar el entorno que han logrado crear para ellos, y me gratifica poder ayudarles en todo lo posible.